lunes, 27 de mayo de 2013

Adiós tristeza, adiós.

La tristeza es como ese amigo que se presenta sin avisar. Particularmente me encanta recibir visitas, y las inesperadas me producen mayor felicidad, por lo espontáneo del deseo de compartir un rato contigo. Pero muy de vez en cuando, recibes esa visita que te incomoda, que contiene momentos de vacío, que no te aporta y que te desgasta. Estás deseando abrir la puerta para despedirla. Es más, cuando ha pasado cierto tiempo, sabes que está al caer, que de un día para otro va a llegar. Si intuyes que está cerca, inconscientemente articulas fórmulas para evitarla, pero llega.


La tristeza actúa igual. Como un programa de lavadora, parecemos condenados a que de vez en cuando nos visite. Normalmente el bagaje es positivo, o al menos así debe ser. Por cada visita de la tristeza hemos de disfrutar de agradabilísimas visitas de alegrías, momentos dulces, entrañables, agradables y deseados, y de esta forma, haremos llevadera esta rutina que es la vida.



Pero no siempre la tristeza aparece por sorpresa. En ocasiones la barruntamos, la sentimos llegar, miramos a otro lado y asumimos que está en el portal, tanteando el timbre y deseando entrar. Empezamos a darnos cuenta de que esas fórmulas que inconscientemente estamos articulando no son efectivas, y padecemos ese estado de angustia cual pavo llegando Pascua. Es esta visita la más desagradable. Todos nuestros esfuerzos por eludirla se esfumaron. Se enfrentan los sentimientos de impotencia, hastío, frustración, tristeza.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Necesito poco, y lo poco que necesito lo necesito poco.

Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio.

Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.


Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad.

Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera.