viernes, 2 de septiembre de 2011

El río de la vida.

Por primera vez, y sin que sirva de precedente, esta nota está dedicada, a mi más fiel seguidora, que más bien sería sufridora, ya que me temo que es capaz de leer íntegras mis parrafadas. Con cariño eterno. Y si no conseguimos ponerle buena cara a este tiempo, súbete a la azotea, y que tu buena cara perpetua, nos aleje esta tristeza.

Como ya he dicho en alguna ocasión, parece que con la losa de la edad, viene, como kit inseparable, un replanteamiento generalizado de tu vida, en el modo ya manido del “de donde vengo”, “a donde voy”. Eso, además, con el añadido de tu prole, a la que le debes todo tu ser, y que se convierten en el único motivo por el que respiras. Días como el de hoy, en el que siento la dicha de tenerlas a mi lado por tiempo indefinido, me hacen sentir gigante y no caber en mí.

Y precisamente por ese amor incondicional, que mis hijas me demuestran, y que me dan el aliento necesario, busco sentido a mi vida. Vida que hace un tiempo comparé con un rio. Las aguas de un rio que van deslizándose silenciosamente y van dejando lo que llevan. Si las aguas son turbulentas, por donde pasen irán dejando forraje y suciedad. Pero si las aguas van limpias y tranquilas, dejarán tras de sí humedad, fecundidad, verdor y frescura.

Aún ante la dificultad que entrañe, procuro que las aguas del rio de mi vida discurran siempre limpias, y dejar parte de ellas por donde pase. Sin duda, a veces se tornan turbulentas, pero hay que saber dejar el forraje en la orilla.
Por el amor incondicional que yo también siento hacia mis hijas, y porque quiero que el agua que beban de mi rio sea la más cristalina, limpia y pura que puedan encontrar, batallo contra el forraje y la suciedad, y diseño el mejor humedal que les pueda ofrecer.

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